En Valladolid, a donde el rebelde Bonilla dirigió sus pasos, se encontraba un aburrido tenedor de libros de nombre Miguel Ruz Ponce, trabajador en el establecimiento comercial del cantonista Marcial Vidal. Ruz Ponce, de alma y temperamento inquieto, se sentía vegetar y sentía que sus mejores días se le iban como simple tenedor de libros. Fue en ese establecimiento comercial donde se topó con Maximiliano R. Bonilla que venía con ideas avanzadas de hacer un golpe de estado contra el gobierno de Muñoz Arístegui. Ruz Ponce de inmediato se hizo con esa causa del proyecto que Bonilla le planteaba. Entonces, Ruz Ponce y Bonilla fueron por todos los pueblos alrededor de Valladolid, principalmente, por el sur, en busca de prosélitos para su causa. Pero un levantamiento sin un pronunciamiento no embona bien con la rica tradición de levantados y pronunciados que hubo en Yucatán apenas unas cuantas décadas atrás. Para eso, necesitaban la ágil pluma de un licenciado, y recurrieron a un hombre importante, un notario que además había participado como cabeza política del partido Antireeleccionista en Valladolid: el licenciado Crescencio Jiménez Borreguí. A regañadientes, Jiménez Borreguí aceptó colaborar con estos nuevos aprendices de pronunciados, y mientras Bonilla y Ruz Ponce daban datos e ideas, Jiménez Borreguí redactó el Plan, que fue firmado en el paraje Dzelkoop a los diez días del mes de mayo de 1910.
En dicho plan se menciona “la urgencia de medidas adecuadas para evitar que el Estado sucumbiera, en manos de un Gobierno déspota y tirano; gobierno formado por una sola familia de esclavistas cuya única ambición era apoderarse de todas las principales riquezas del país y reducir al sufrido pueblo a braceros de sus ricas propiedades”. Se señalaba, además, que el gobierno yucateco representado por Muñoz Arístegui, “no era legal porque no había sido ungido verdaderamente con el voto popular; sus hombres eran indignos de guiar la nave del Estado, que llevaban a su perdición completa”, y que eran “intolerables las exageradas imposiciones que desde hacía treinta años pesaban sobre las pequeñas fortunas de la generalidad de los yucatecos”. ¿Esto es revolucionario?, ¿pequeñas fortunas de la generalidad de los yucatecos, excluyendo desde luego a los peones mayas del campo viviendo en la cuasi esclavitud? Sin duda, como estableció en su texto Baqueiro (1943, 1999) los fundamentos del Plan de Dzelkoop no eran para nada revolucionarios, sino que aducían a un movimiento bélico preparado por elementos antimuñocistas, es decir, “no era más que un segundo intento para llevar a cabo la conjura de octubre”, la Conjura de la Candelaria.
En efecto, las juntas preparatorias al levantamiento se celebraron en las oficinas del establecimiento comercial de don Marcial Vidal, un empresario vallisoletano (aún los Vidal tienen presencia comercial y política en Valladolid y fuera de Valladolid) que había sido Presidente en Valladolid del Centro Electoral Independiente (cantonistas). Fue don Marcial Vidal que, una vez que se había escrito el Plan de Dzelkoop, sacaría 14 copias de ello, que Bonilla hizo circular.
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Hay que señalar, que una causa local –aparte del intento segundo de derrocar al régimen de Muñoz Arístegui- para el movimiento de Valladolid, se debió a la figura del jefe político de ese entonces, el capitán retirado Luis Felipe de Regil. Y es que este jefe político se había ganado a pulso la enemistad de muchos de los líderes que guiaron el movimiento. Luis Felipe de Regil era un “hombre de escasísimo tacto y de carácter violento”, el cual había colmado la impaciencia del pueblo. De Regil tuvo choques personales con varias figuras que dirigieron el levantamiento, como Atilano Albertos, el que le dio muerte para vengar la honra de su sobrina, mancillada por el jefe político. También se confrontó con Donato Bates, contra el quien hizo lo imposible para que no funcionara bien su salón de billares. Igual con Ruz Ponce, que cada vez que podía lo trataba con sumo desprecio.
La impaciencia de Claudio Alcocer
Días antes de que estallara el movimiento de Valladolid, Claudio Alcocer, el hombre más bravo y resuelto que dio este episodio, atravesó a galope limpio en su caballo por la plaza principal de la sultana del oriente.
En uno de los corredores del palacio municipal, se encontraba el despiadado jefe político porfirista de Valladolid. Regil preguntó a sus subalternos quién era ese que iba ahí como un rayo, resuelto y bien montado en su caballo. Le señalaron que se llamaba Claudio Alcocer, que era mayordomo de la hacienda Kantón, propiedad del viejo general y ex gobernador Francisco Pancho Cantón. Para querer joderlo de gratis, Regil mandó a llamar a Alcocer.
Al presentarse este, le preguntó que por qué tantas prisas si el día no se acabaría tan de mañana. Claudio le dijo que era por su madre, que se encontraba en agonía y quería despedirse de ella. El jefe político, burlándose del sentimiento de un hijo, le dijo que lo suyo era cosa de afeminados y lo obligó a salir de Valladolid y no volver a la ciudad. Alcocer, por este motivo no vio morir a su madre, pero sí iba a ver morir al despiadado jefe político de Valladolid. Baqueiro Anduze señala que “Esta circunstancia valió a la revolución de Valladolid uno de sus más valientes capitanes. Alcocer, hombre más bien joven, dotado de una energía y actividad extraordinaria, era al mismo tiempo de un temperamento agresivo y pendenciero”.
En su impaciencia por cobrar venganza, Claudio Alcocer fue uno de los primeros en acudir la medianoche del 3 de junio en el punto fijado por Maximiliano R. Bonilla, para levantarse en armas contra el mal gobierno molinista y contra el jefe político de Valladolid, llevando consigo a treinta peones de la hacienda Kantó, a los cuales había dicho que el amo, Francisco Pancho Cantón, estaba preso y habría que ponerlo en libertad.
Alcocer, con los peones de Kantó, fueron de los primeros en llegar a la plazuela de Santa Lucía, donde Maximiliano R. Bonilla, Miguel Ruz Ponce, Donato Bates, Feliciano Cervera (comandante del destacamento militar de Xocén) lo esperaban. También en Santa Lucía aguardaban el Teniente Coronel de la Guardia Nacional, Tomás Cetina; Valerio Sánchez, capitán de guadia nacional; José Kantún, carpintero; Juan Ojeda Medin, comandante del destacamento de Chemax, entre otros. Acto seguido, el número de levantados en armas –se dice que fueron reclutados 1,500 personas que tuvieron participio esos días de junio de 1910, una cifra considerable- se dividieron en dos bandos: un bando, dirigido por Ruz Ponce y el carpintero Kantún, se dirigió a la Estación de Policía, apoderándose de ella y matando al centinela Liborio Albornoz y haciendo prisioneros a los policías. Otro grupo, dirigidos por Alcocer y Atilano Albertos, se lanzan sobre el cuartel de la Guardia Nacional, la toman por sorpresa y matan al sargento Facundo Gil. Dueños ya de la situación y entusiasmados con el triunfo rápidamente obtenido, los “revolucionarios” vallisoletanos se echaron a la calle lanzando vivas al general Porfirio Díaz, al general Francisco Cantón y al licenciado Delio Moreno Cantón, es decir, una “revolución dentro del orden porfiriano. Entre gritos, jolgorios y vivas a sus “próceres” porfirianos, los “revolucionarios” vallisoletanos seguirían echando bala. Al oir este pandemónium, e el irascible jefe político de Luis Felipe de Regil, que se encontraba en su casa, sale resuelto con dos pistolas, y en pañales, y se dirige a la Comandancia militar. Ahí disparó a los rebeldes, hiriendo a Donato Bates. Al querer hacer un segundo disparo, Atilano Albertos, que no olvidaba la injuria que de Regil había cometido contra su familia, encontrándose oculto en uno de los ángulos de los corredores del Palacio Municipal, se arrojó hacia el jefe político, blandió su machete de labranza, y de un solo tajo le desprendió a de Regil la mano derecha, y siguió macheteándolo hasta dejarlo muerto.
Al amanecer del día 4 de junio, las noticias de un “levantamiento armado” en Valladolid corrieron como pólvora por todo Yucatán, y en Mérida se propalaron las más absurdas especies en torno al movimiento, incluso se dijo que Valladolid había sido tomada de nuevo por los “indios rebeldes”. Dueños de la plaza, el antes aburrido tenedor de libros Ruz Ponce, dejó que la turba “revolucionaria” -400 hombres a lo mucho, los que estaban armados, y en total fueron aproximadamente 2500, la mayoría armada con artículos de labranza y unos con palos y piedras- se emborracharan del festín de los saqueos. Estos 400 hombres apenas estaban más o menos armados y poco harían cuando 5 días después arribarían a Valladolid los federales que enviaría el general Díaz para traer de nuevo al orden a Valladolid. El gobierno estatal dispuso de inmediato la salida del Coronel Ignacio A. Lara Comandante de la Guardia Nacional del Estado: sesenta y cinco soldados bien disciplinados y 300 rifles y buena dotación de parque con los que armarían a los que se tomarían por la leva en los pueblos, marcharon hacia Valladolid. Con soldados y con la leva, 1500 hombres tomaron el camino hacia Valladolid, pero Lara no asaltó la plaza, mejor decidió esperar en Tinum a los batallones que Díaz enviaría. El día 7 de junio a bordo del cañonero “Morelos” arribó a Progreso el 10º Batallón federal, el mismo batallón que años atrás había combatido a los mayas rebeldes de Quintana Roo (y que, por lo tanto, su tropa ya conocía del tórrido clima de la región peninsular) compuestos de 600 soldados, a las órdenes del Coronel Gonzalo Luque. En tren, de inmediato partieron hacia Tinum y ahí Luque y Lara estudiaron la situación para tomar por asalto Valladolid. El ataque, posterior de reconocer el terreno, ocurriría el día 9 de junio a las primeras horas de la mañana. Señala Baqueiro (1943, 1998): “Tres veces los revolucionarios rechazaron con éxito notable a las fuerzas federales y del Estado y no fue sino hasta la una de la tarde, después de un incesante combatir, que se rindieron debido a la inferioridad de sus armamentos y a que las municiones comenzaban a escasearles”.
Jiménez Borreguí, que señala el inicio de la revuelta la noche del 3 de junio y su término la tarde del 8 de octubre (en realidad comienza en la madrugada del 4 de junio y termina la tarde del 9 de junio) señaló en sus apuntes el dato que Ruz Ponce había señalado a los demás cabecillas: si fracasábamos en lo de Valladolid, su cuartel general sería en el pueblo de Chichimilá, o buscarían refugio en una aldea del Territorio de Quintana Roo donde “cerca de 2 mil indios rebeldes bien provistos de municiones y de máuseres”, estaban de acuerdo con el movimiento. Al saber esto, Jiménez Borreguí se opuso denodadamente, y les hizo saber las enseñanzas de la Guerra de Castas, y más para la ciudad de Valladolid, que casi sucumbe en varios momentos de esa larga guerra.
Al tomar posesión de la plaza, las fuerzas federales y estatales hicieron una verdadera carnicería de gente. Los levantados en armas, a los cuales Ruz Ponce no les impidió embriagarse por el “triunfo”, la mayoría fueron hallados por la tropa gobiernista tirados en las calles y la plaza principal durmiendo la francachela, y se pudo comprobar que en cada trinchera había al menos una cuba llena de licor. Contra estos se ensañó la tropa, dándoles horrorosa muerte a punta de marrazos. Fue entonces cuando Ruz Ponce se desmoralizó, encontrándose arrimado en un ángulo de los corredores del Palacio Municipal, sin darse cuenta del peligro que corría. En la desbandada de los “rebeldes”, hasta él llegó a caballo el intrépido Claudio Alcocer, quien levantó por el brazo a Ruz Ponce y lo acomodó como pudo en las ancas de su cabalgadura, para huir luego por la calle de Santana, dejando tras sus espaldas un vendaval de balas.
Los rebeldes que pudieron salvar el pellejo con casi toda su oficialidad, se trasladaron a las afueras de Valladolid, y se apersonaron en la finca Cancheché, donde el señor Eleuterio Jiménez Borreguí, hermano de Crescencio Jiménez Borreguí les proporcionó víveres para una larga travesía hacia las selvas quintanarroenses, con el objetivo de buscar en “La Montaña” las viviendas de los indios aliados. Estos hombres, seis en total, fueron guiados por Claudio Alcocer.
Una vez tomada la plaza, las fuerzas gobiernistas enviaron columnas volantes a todas las direcciones para aprehender a los rebeldes que habían huido y se habían escondido en los pueblos cercanos y los montes de alrededor. A varios aprehendieron para concentrarlos en Valladolid y ser juzgados por un Consejo de Guerra que condenó a muerte a Maximiliano R. Bonilla, a Atilano Albertos y a José Kantún, tres cabecillas principales de la revuelta. Otros más fueron trasladados a las tinajas de San Juan de Ulúa, y otros, como el señor Crescencio Jiménez Borreguí, fueron trasladados a la prisión militar de Santiago Tlatelolco. Y muchos, cientos, fueron llevados como operarios a la Siberia tropical, el Territorio de Quintana Roo donde era amo y señor el General Ignacio Bravo.
De Santiago Tlatelolco, Jiménez Borreguí, el amanuense del Plan de Dzelkoop, fue enviado al Territorio de Quintana Roo, donde Bravo, inesperadamente, le dio todas las consideraciones y lo nombró “Gobernador de Lagunas”, una finca de su propiedad. Bravo dio la orden expresa de que todo lo que dijera Jiménez Borreguí, fueran obedecidas como si fuera palabra del propio General. Una vez caído el gobierno de Díaz, y mediante una amnistía general para todos los rebeldes yucatecos, don Crescencio Jiménez Borreguí regresó a Yucatán el 20 de junio de 1911, un año después de “la primera chispa”.