Por: Gilberto Avilés Tax
Ruz Ponce fue salvado de una muerte segura por Claudio Alcocer, la tarde del 9 de junio de 1910 en qué las tropas federales ya habían asegurado nuevamente la plaza de Valladolid para el gobierno. Acurrucado en un corredor de la jefatura política y ebrio por un simple vaso de caña que se había tomado en el cuarto embiste de los federales, Alcocer lo tuvo que cargar y llevarlo a rastras en su caballo, librándolo de una muerte segura. Junto con cuatro más vallisoletanos, se internaron en lo más intrincado de la selva quintanarroense y fueron alojados por los mayas rebeldes que huían del implacable Ignacio Bravo.
En las viviendas de sus “aliados” indios mayas, vivieron por varios meses, y el cacique del lugar les proporcionó dos casas de paja y embarro para que se alojaran los fugitivos. En una de estas casas se alojaron Claudio Alcocer, Carlos Sierra, Rodulfo y el carpintero Juan Alcocer. En otro jacal se alojaron Ruz Ponce, Donato Bates, un tal Fernández y uno de apellido Chan.
En esas soledades selváticas, Ruz Ponce, como todo un galán interesado, cortejó a la hija del cacique, y dicen que se casó con ella siguiendo el ritual maya. Por eso, al retornar a Valladolid, una vez caído el régimen porfiriano, grande fue el disgusto del suegro, que molestó por ver a la hija seguramente preñada y sin su flamante marido, para desquitarse su coraje mandó a colgar de un árbol a Claudio Alcocer y tres más de sus compañeros igual corrieron la misma suerte. Ruz Ponce los había dejado a su suerte, huyendo con Bates, Fernández y Chan. Así terminaba la vida de Claudio Alcocer y sus demás compañeros que se fiaron ingenuamente de Ruz Ponce. Y el retrato de Claudio Alcocer, el verdadero revolucionario, está todavía en un mismo edificio del centro de Valladolid, al lado del retrato del fementido y posteriormente defensor del Huertismo, el conservador Ruz Ponce. Por cierto, tenemos que señalar que el libro que escribió en 1919 el periodista cantonista Carlos R. Menéndez, al jugar con la historia y posicionar este intento golpista dentro del orden porfiriano como si en verdad se tratara de la “primera chispa de la Revolución” en Yucatán, no es sino un alegado y defensa literaria y de historia de facción, sobre la figura de Ruz Ponce, muerto en 1914 defendiendo el Huertismo. En las páginas iniciales de su libro de 1919, Menéndez no dejó duda de que su escrito no era sino una defensa de la sombra reaccionaria y traidora que desde el primer momento ensombreció al ex tenedor de libros Ruz Ponce:
“Además, creemos prestar con nuestra modesta labor un servicio importante a la Historia de Yucatán, con tanto mayor motivo cuanto que el joven e infortunado Coronel don Miguel ·Ruz Ponce, fué fusilado en Saltillo, (Coahuila) hace tres años, en virtud de sentencia inapelable de un Consejo de Guerra de la Revolución, por cuyos ideales es tuvo a punto de perder la vida en 1910 juzgado, a su vez, por un Consejo de Guerra de la Dictadura, que de ante mano lo había condenado, igualmente, a la última pena ….. ¿Fue, entonces, un claudicante el Coronel Ruz Ponce? . .. ¡ No! ¡Fue siempre un rebelde contra todos los tiranos y contra todas las tiranías, cualesquiera que hubiesen sido sus errores políticos, errores de los que nadie ha estado exento en las enconadas luchas intestinas de nuestra Patria, ni aún Juárez, el más ilustre y el más grande de los indios de América!” (Menéndez, 1919:8).
Ponía Menéndez en igualdad circunstancia al gran indio zapoteca, con el mendaz y embustero criollo vallisoletano. Pero igual Menéndez se jactaba de que su libro de 1919, no estaba enmarcado por las rispideces de las pasiones ideológicas del momento, sino que estaba trazado sus líneas con la implacable metodología de la imparcialidad y justicia histórica. Y con esa justicia histórica, la alquimia conservadora de Ruz Ponce sería al fin desmontada:
“El día que, enfriado el volcán en ignición de las humanas pasiones, se escriba la historia imparcial y justiciera de la Revolución: iniciada en 1910, y que al ser trazadas estas líneas aún no termina, se verá cómo la Fatalidad persiguió implacablemente al Coronel Ruz Ponce en la última etapa de su vida, llamada a más altos y gloriosos destinos, y se dirá sobre la conciencia de qué Gobernador interino de Yucatán, elevado hasta esa altura tras largos años de soñar con ella, y no ciertamente por la· voluntad del pueblo yucateco, sino como el Hierón de quien dijo Maquiavelo que de simple particular llegó a Príncipe de Siracusa, sin deber a la fortuna más que la ocasión; dirá, repetimos, sobre la conciencia de qué Gobernador interino de Yucatán, caerá eternamente, gota a gota, como de una clepsidra inagotable, la sangre roja, vigorosa y noble, de aquel valiente hijo de Valladolid, ante cuyo recuerdo nos descubrimos con admiración y con cariño” (Menéndez, 1919:8).
Días después de recorrer la selva de regreso hacia Yucatán, Ruz Ponce y sus compañeros se encontraban cómodamente instalados en el convento de Cenotillo, bajo la protección y amparo del padre de ese lugar que tenía por apodo “Lalín”. Este padre Lalín fue el mero amigo y amanuense de Ruz Ponce (que, como vimos en lo de la redacción del Plan de Dzelkoop, era un tenedor de libros impedido para escribir por falta de musa escritural) que le escribió sus cartas que Ruz Ponce envió y fueron publicadas en La Revista de Yucatán dirigida por su cantonista amigo, y posterior hagiógrafo, Carlos R. Menéndez.
Muy embusteramente, se señaló que esas cartas eran factura de Ruz Ponce, pero fueron escritas por el padre Lalín. Con estas cartas, Ruz Ponce empedró el camino de su entrada triunfal a Mérida para cosechar los “honores” de ser uno de los jefes que quedaban con vida del infructuoso movimiento conservador de Valladolid. Las cartas cumplieron su cometido, pues cuando Ruz Ponce, junto con Donato Bates llegaron a Valladolid después de la amnistía de 1911, falsamente dijeron que venían de las selvas orientales, cuando en realidad solo estuvieron unos pocos meses y todo el año se la pasaron muelle y cómodamente tomando chocolate y comiendo bizcochos en su refugio monacal de Cenotillo. Grandes celebraciones se efectuaron en Valladolid para recibir a aquellos dos tunantes pillos. ¿Acaso recordó Ruz Ponce, cuando se le festejaba en Valladolid, que le debía la vida al gran valiente Claudio Alcocer, a quien abandonó a su terrible suerte ante la ira de un caciquillo maya? La memoria es selectiva, y más en momentos de gloria.
Corolario final: ideas que sacamos de la asonada de Valladolid
Recapitulando algunas ideas que hemos externado a lo largo de este trabajo, apuntemos estas tesis siguientes:
Lo de Valladolid no fue la primera chispa de la Revolución ni en Yucatán ni en México. Se trató, en realidad, de un movimiento armado conservador dentro del orden conservador. La única participación del pueblo maya en esta revuelta, fue como carne de cañón al servicio de criollos vallisoletanos descontentos con su exclusión política por parte del clan de don Olegario Molina Solís.
Esta idea de que Valladolid fue la “primera chispa” de la Revolución fue creada por el conservadurismo historiográfico en los primeros años, me refiero a los trabajos de Carlos R. Menéndez. Más bien, lo que se dio en esa “chispita” fue una lucha de cambios entre las elites.
Esta idea, que en su momento, desde los primeros años se convirtió en una polémica, fue combatida desde 1911 cuando desde la misma Revista de Mérida y de otros diarios, se pretendió señalar a este movimiento conservador con el inicio de la revolución maderista. Esta falsa perspectiva fue denunciada por los maderistas yucatecos –pinistas- como un intento por parte de los conservadores porfirianos, de subirse al barco de los nuevos tiempos.
Escalante Tió, el revisionista de este movimiento, apuntó hace una década que en el libro La ciudad heroica, texto que apareció en 1943, Oswaldo Baqueiro “reconstruye lo obvio: el vínculo entre los rebeldes vallisoletanos y el conato de rebelión que se había dado en el otoño de 1909 en Mérida, en el cual estaba inmiscuida la directiva del Centro Electoral Independiente (facción cantonista), organismo que sostuvo la candidatura de Delio Moreno Cantón.
El Plan de Dzelkoop no tiene nada de revolucionario, habla de tiranías y de otras caras palabras, pero para nada cuestiona y van en contra del Dictador Díaz sino exclusivamente de la camarilla Molina Solís y su testaferro Muñoz Aristegui. ¿En qué parte del paraje de Dzelkoop se encuentran los mayas? Solamente en su nombre. La lectura concienzuda de esa proclama –que no plan revolucionario porque no revolucionaba nada- deja ver a las claras que lo de Valladolid se trató de simple pugnas entre las élites regionales.
Recientemente, el maestro Felipe Escalante Tió ha hecho una reinterpretación de lo de Valladolid, y a él podríamos cuestionarle, a grandes rasgos, que nos proporcione sus correcciones realizadas a los continuadores falaces de Menéndez (sean de derecha o de izquierda).
Felipe Escalante Tió, por cierto, rescata las atingentes preguntas que en su momento formulara el polemista Antonio Betancourt, en el lejano año de 1983: 1) ¿Aquel movimiento puede ser considerado la primera chispa del movimiento armado que acabó con la dictadura del Gral. Porfirio Díaz?; 2) ¿La asonada de Valladolid tuvo conexión alguna con la Revolución que encabezara don Francisco I. Madero a partir del 20 de noviembre de 1910?; y 3) ¿Quiénes fueron y qué perseguían los caudillos visibles de la insurrección de Valladolid? (Betancourt, 1983: 10). Creo que en este trabajo hemos respondido a las tres preguntas.
No, no existe ninguna relación entre el levantamiento de Valladolid del 4 de junio de 1910, con la Revolución mexicana.
Esa relación “primerachispera” es un invento de Carlos R. Menéndez y de algunos intelectuales yucatecos (pienso en la Historia de México, Tomo II, escrito por el meridano Alfredo Canto López, en 1972, donde falazmente se decía que lo de Valladolid “se trataba de una verdadera revolución contra el régimen porfirista”) que pretendieron buscar antecedentes regionales a la RevMex: unos para simplemente joder a los de enfrente, y otros (Canto López) haciéndola de mandarín historiador al servicio del régimen priísta yucateco y su ombliguismo regionalista.
Los que actuaron en Valladolid llevaron a los mayas como carne de cañón al matadero. Eran en su mayoría conservadores (el que sería defensor del Huertismo en Yucatán, Miguel Ruz Ponce, por ejemplo) que ni vemos cambios drásticos con sus planes de Dzelkop, un plan golpista donde no aparece la crítica al estado de peonaje esclavista que eran sometidos los mayas en las haciendas de la Casta y la Castita “Kastacanera”, pero sí se habla de “caudillos” y juntas militares repletas de puros militares secundarios a las órdenes de Ruz Ponce.
En la “chispita de Valladolid”, acaecido meses antes del levantamiento maderista de 1910, los “rebeldes” vallisoletanos, cuenta el licenciado Jiménez Borreguí en sus memorias de la década de 1930, gritaban vivas a Porfirio Díaz, al imperialista Francisco Cantón, a su sobrino el exquisito poeta conservador Delio Moreno Cantón, y, por supuesto, mueras a los Muñoz-aristeguistas, pero nada de tocar al jefe de todos, don Porfis.
Era una rebelión fallida cuyos cabecillas tendrían sino distinto: Claudio Alcocer, quien me parece que fue el hombre más puro y valiente de aquella rebelión, fue muerto gracias a los ímpetus de Ruz Ponce, que dejó su guarida en los montes de Quintana Roo, y sus custodios, un “caciquillo” de una aldea, al saber que Ruz Ponce no se encontraba en su choza, dio muerte a Alcocer colgándolo de un árbol y a dos más de los seguidores del plan de Dzelkoop les dio escopetazos certeros.
Aunque en estos momentos se esté revolcando en su tumba el gran periodista Carlos R. Menéndez por esto que voy a escribir, lo cierto es que Ruz Ponce pasaría a la historia por ser, como José Loreto Baak -el santaeleno-, uno de los que “chaquetearon”, “cooxviraron” y al final secundaron el golpe de estado del chacal Huerta. Su muerte fue la paga a las traiciones cobardes que había hecho desde el primer momento este inefable señorito vallisoletano.
Las luchas netamente campesinas, netamente revolucionarias al Grito de Viva Madero y “mueran los negreros de la dictadura” se darían en otros pueblos y villas del interior de Yucatán, a partir de marzo de 1911, como en Peto, Tekax o Temax. Lo de Valladolid, volvemos a insistir, no tiene relación alguna con lo que comenzaría el 20 de noviembre de 1910.