Eliana Cárdenas Méndez[1]
I
De entre todas las habitaciones de esa casa de tamaño regular de dos pisos, adornada con sobriedad, el cuarto de la planta baja, ubicado, estratégicamente, al lado derecho de la puerta de la entrada, ha sido asignado y tiene la encomienda de recibidor o despacho, de esa manera no hay pretexto ni posibilidad de avanzar ni siquiera más allá de tres pasos hacia la sala. El piso es de una madera veteada, color marfil y caoba con formas serpentinas que parecen tener movimiento propio, la impresión es tan real que da la sensación de que corren por todo el cuadrante espacial y a mí francamente me pareció por momentos que corrían como un río cuyo caudal se precipitara hacia arriba de las paredes; la parte central del despacho está ocupada por un escritorio de caoba rojiza de gran tamaño, está custodiado a los lados por dos esculturas de tamaño mediano que imitan hombres de nariz aplastada y labios muy gruesos tallados en maderas preciosas; fueron traídas desde Ghana después de una travesía larga y al parecer tortuosa; incólumes llegaron al puerto de Progreso y después por tierra hasta Chetumal; arribaron envueltas en lienzos y muchas capas de plástico de burbujas, amarradas por las piernas y los hombros con sogas de fibra natural, casi de la misma forma y haciendo la misma travesía que hicieron tiempos, pero muchos tiempos atrás, los hombres reales de piel de ébano.
El trozo magnífico de cocobolo africano que servía de mesa del comedor, refirió el dueño de la casa- no había corrido la misma suerte, era lo que quedaba del súbito desprendimiento de la polea que lo llevaba con gran esmero, a pedido del dueño, para alojarlo en un lugar seguro de la parte superior del barco transportista estacionado en el puerto de Takoradi. Al parecer, debió ser terrible ver el magnífico ejemplar extraído, sin duda, de uno de esos árboles tropicales sacrificados en los aserraderos alemanes, venirse en picada y caer vencido partido por la mitad; el dueño rememora, rojo de la ira, que al ver el desastre gritó desde la cubierta ¡porca miseria, vaffanculo! Se queda un instante moviendo la cabeza en tono negativo y veo un rubor de indignación que le corre por la cara.
-Negros, así son los negritos; están sentados en minas de oro y no hacen nada, ¿sabes? Hacen fiestas delirantes con ruido de percusiones que los enloquecen; pronto entran en trance, un poco por el ruido y un poco por un licor con 90 grados de alcohol, que se llama, el hombre duda, parece olvidar el nombre, rebruja en sus pensamientos y exclama: ¡Akpeteshie! se llama ¡Akpeteschie! Se lo toman al hilo, -continúa- consumen botellas y botellas hasta que de un momento a otro caen al piso, ¡muertos! En África no hay frontera entre funeral y fiesta estrictamente hablando, ¿sabes? porque después de esto sigue un rito mortuorio que prolonga la fiesta y nueve meses después, los muertos de la fiesta ya están reemplazados, nacen muchos niños después de esas fiestas orgiásticas; total que esta gente no piensa, ¿crees tú que podrían darle valor a esa pieza de madera labrada con perfección? No piensan, casi nunca piensan, dice con resignación, moviendo de nuevo la cabeza negativamente.
-Ahora se creen listos, todos quieren ir a Europa a buscar el éxito y se lanzan en esas pateras donde van doscientas trescientas personas y desde luego, naufragan, ¿qué tienen en la cabeza? Si ya no quieren estar en sus países ¿por qué los de Ruanda no se van a Zaire a Tanzania o los de Etiopia a Angola, Argelia o a Camerún? Pero, no, eligen Europa sabiendo que nadie los quiere allá y que se van a ahogar primero antes de llegar a cualquier costa, por eso han convertido el Mediterráneo en una fosa común, cavada por ellos mismos, ¿eh? cuidado, no es nuestra culpa, no es culpa de nadie ¡es por su estupidez!
Yo, que hasta ese momento había guardado un silencio parecido al de una hoja de asbesto, digo con entusiasmo: ¡lo mismo digo yo! ¿por qué los italianos no van a talar los bosques de Alemania o por qué los alemanes no afilan sus sierras en los bosques de Inglaterra?, digo, ¿por qué no van a Rusia? les queda más cerca, ¿no? ¿por qué se van a África, por qué a América Latina?
El despacho se llena sorpresivamente de un silencio vibrante, él carraspea, parpadea de forma involuntaria e intermitente; imagino que está armando una respuesta con arpón, entonces me alisto para una pelea a dentelladas y afilo mi lengua, pero él se recobra y sonríe, me mira con benevolencia, casi con piedad.
-Toma siento, me indica.
Aturdida, veo correr la geometría curvilínea de la madera por las paredes y se apodera de mí un vértigo brutal que estuvo a punto de derribarme; sigilosa me prendo del escritorio, cierro los ojos y respiro hondo.
– ¿Qué te pasa? Indaga el hombre al otro lado del escritorio, completamente recuperado.
– Nada, fue un mareo súbito, ya pasó, digo sonriendo, pero a decir verdad con vergüenza; al tiempo que abro los ojos advierto la perplejidad con la que el hombre observa la huella de mis manos húmedas sobre el escritorio de caoba rojiza.
-Siéntate, por favor, dice mientras se abalanza con un lienzo aterciopelado para limpiar la marca de mis dedos en la superficie.
-Los libreros están hechos de madera local, explica imperturbable, he procurado que armonicen con el resto de los muebles, creo que el resultado es bueno; se levanta y casi con dulzura corre sus dedos por los bordes finamente pulidos de los canceles, guardan libros que llevan impresos en sus lomos títulos en varios idiomas; allí, alineados en ese orden escrupuloso descubro las cubiertas de muchos long plays.
– ¿De qué música son? Le pregunto
– ¡Ah!, son de varios músicos, la mayoría es jazz, rock y tengo todos los discos de los Beatles, han estado conmigo desde siempre, dice con un dejo de travesura, extrae uno al azar; impecable me presenta el famosísimo disco aquél, donde aparece el cuarteto maravilloso cruzando una avenida.
Tararea algo imperceptible, pero sigue infatigable, él no para, nadie puede detenerlo cuando habla de África, ningún tema puede contra esa cascada de recuerdos de un pasado glorioso.
-Todo era posible, la madera daba para todo, en aquélla época tuvimos vacaciones formidables. Recuerda al punto, un hotel inmenso, bastante deshabitado por la temporada de invierno; estuve allí con mi familia por allá por los años 90, zambullidos en un jacuzzi de porcelana, espléndido, con una temperatura de 28 grados, mirando embelesados encima de nosotros una enorme cúpula de cristal donde golpeaba la nieve. Era de una belleza formidable, casi irreal, confiesa.
-En un instante, fatigada por tanto derroche, dejo de escuchar y es cuando me detengo en la fotografía colgada en un espacio estrecho entre la pared del suntuoso librero y el apagador.
– ¿Y esta foto?
-Es en Ghana, obviamente, dice abriendo los brazos.
-sembri molto giovane le digo con una gramática de italiano aprendida del diccionario; él sonríe por la ocurrencia, ¡eh¡, responde juntando los cinco dedos al tiempo que balancea la mano, después continúa hablando de vajillas, fiestas, banquetes, el mar encrespado, los viajes en barco y cientos de miles de toneladas de madera que salían rumbo a Europa bajo su escrutinio riguroso de capataz implacable.
No encuentro la manera de que cambie de tema y a propósito me concentro, hipnotizada, en la fotografía, entre otras cosas, porque no acabo de entenderla; evidentemente es él, de pie, con los brazos extendidos hacia arriba; la imagen es desproporcionada; en escala él se ve diminuto, comparativamente con la superficie contra la que está recostado, un círculo infinito que amenaza con salirse del marco de la foto; se da cuenta que ya no lo escucho; que me he consagrado a mirar la fotografía como quien intenta descifrar una caligrafía extranjera.
– ¡Ah!, dice con una carcajada triunfal, no entiendes, es un boabad africano; lo cortamos con mucho trabajo, fueron muchos hombres y muchas sierras, al final, ¡voilá!, el hombre siempre triunfa sobre la naturaleza; fueron épocas de gloria para la compañía y para nosotros, llegamos a tener un extenso campo de golf, solo para blancos, fuimos muy felices. Ahora, todo lo han arruinado los ambientalistas y su cuento del cambio climático, son una plaga, las nuevas cruzadas medievales. Un poco de eso se ha metido en la cabeza de la gente aquí, pero no en todos, siempre hay gente que quiere hacer negocios, por fortuna.
II
Marcelino ha llegado, lo escucho gritar: buenas noches.
-Voy, respondo con la intención de salir de prisa, pero el nervio ciático me recuerda mesura; salgo, lo saludo con un beso en la mejilla y subo a su coche con cuidado.
-Cuando hablamos por teléfono en la tarde te dije que quería ir a las pizzas de Barlovento, pero ahora que lo pienso podemos ir a cualquier otro lugar, lo que tú digas, solo que no quiero ir por el malecón, hay mucho ruido allí.
– El asiente con su inconfundible risita de cabra, Barlovento está bien, las pizzas y el vino son buenos.
Me cuenta, mientras bordeamos el boulevard -apenas alumbrado por una que otra lámpara y el ruido del mar a lo lejos- que la última vez que estuvo en un bar fue frente al monumento al pescador, ¡fue un desastre! Exclama dejando el timón para aplaudir, imagínate, en una mesa contigua había un grupo de mujeres cubanas que tomaban mojitos, bailaban cualquier canción que saliera de ese grupo improvisado que amenizaba la noche, cantaban a gritos y cuando por fin había un breve silencio, ellas chocaban sus vasos y decían: ¡salud, dinero, amor y buen sexo carajo! y después venían las carcajadas y, nada, enseguida volvía a sonar la música; tuve que salir de allí volando. Ratifica que Barlovento está bien y hacia allá nos enfilamos.
Respiro aliviada porque tengo urgencia de contarle la historia de la foto, el cuento de la nieve resbalando por una cúpula de cristal en un hotel en Turquía, y muchas cosas, mis impresiones, mi enojo, todo, se lo quiero contar todo; estoy alterada y quizá por eso termina mal el cuento de los crostinis; fue mi culpa, me adelanté a la historia y sé que la empecé mal, no se puede contar una historia iniciando con adjetivos calificativos; pero yo, sin dar tiempo a nada, lancé el primero, antes de bajarme del coche y dije: ¡el tipo es un racista!
Cuando llegamos a la mesa del restaurante, mi amigo Marcelino, ese técnico de la madera, titulado en una escuela en Canadá, tenía una línea profunda que le surcaba la frente, y se lo que eso quiere decir, yo lo conozco bien, así que aproveché su silencio y conmoción para contar la historia de la foto.
-Me interrumpe, disculpa, ¿qué tiene eso qué ver con el racismo?
Me sorprende y ofende la pregunta, pero entiendo su desagrado, yo empecé mal la historia, no se puede empezar una historia así, pero no me amilano y respondo con un tono más bien fuerte:
-Quiero decir que, además, el tipo es un ¡ecocida!, lo digo justo cuando la mesera nos entrega la carta.
-Quieres pizza, pregunta mi amigo Marcelino, técnico de la madera.
-Tengo poca hambre, respondo, un poco agitada.
– Replica, ¿te parece bien si pedimos una tabla de crostinis mixtos? Yo tampoco tengo mucha hambre. Subo los hombros y acto seguido él procede a hacer el pedido.
-Pienso –continúa- que no es racista, porque tiene un buen amigo que es ejidatario y es maya. A mí me sorprende, de hecho; si fuera racista, como tú dices, solo se rodearía de gente blanca y europea; tu juicio es apresurado: fíjate, ambos talan la selva y hacen buenos negocios; digo, los pocos que se pueden hacer, ya ves cómo están las cosas.
-Quiero matarlo en ese instante, ensayo mentalmente salir corriendo, pero en lugar de lo anterior, por las pocas posibilidades que tengo de llevar dichas tareas a cabo, especialmente por mi ciática, suelto una sonora carcajada; él me mira vacilante, le gusta mi risa por estrepitosa y abierta, me lo dice siempre, pero sé que sigue incómodo.
-Eres de manual, digo tamborileando en la mesa: eso es como decir, yo no soy racista, es más, tengo un amigo negro; esa es la forma más idiota que tienen los racistas de justificarse; tener amistad con una persona de otra raza –digo haciendo comillas con los dedos- no exime a nadie de su racismo, es más, lo confirma.
Me mira con rabia y le sale de forma involuntaria, su risita de cabra, pero esta vez atenuada y, justo en ese momento, para salvar la situación, llega la tabla de los 30 crostinis alineados primorosamente: 6 hileras horizontales y cinco verticales; La base es pan con tomate, encima un sinfín de ingredientes: queso mozarela, aceitunas, queso azul, pera, nuez, jamón serrano, prosciutto, en fin, están calientes.
Antes de que la tabla toque la mesa él se abalanza sobre la suculenta entrada con un tenedor, pero luego lo hace con la mano; mientras come intenta distraerme con la historia de la película Superman que vio hace unos días en Cinépolis; la cuenta de manera atropellada y con la boca llena, en su relato se confunde la historia del actor y el personaje; se detiene en todos y cada uno de los detalles de aquél terrible accidente que dejó cuadripléjico a Christopher Reeve, el último actor que personificó al conocido personaje; fue terrible, Superman recibió en ese accidente una pavorosa dosis de criptonita y estuvo, igual que el actor, postrado en una silla de ruedas confiando en que el actor se iba a levantar y él pudiese de nuevo a salir “a luchar por la justicia”.
-El tipo es verdaderamente un Superman, especialmente en la vida real, exclama entusiasmado.
En este punto advierto que tiene abundante grasa en las manos y alrededor de la boca; toma cada porción con deleite, no se atraganta, pero come sin resuello, no me ofrece, no me invita. Sus grandes manos forman alrededor de la tabla una frontera inaccesible. No tengo chance de tomar ni una aceituna; disimulo mis ganas, me sostengo con propiedad y le digo que la historia de Christopher Reeve es todo menos que la de un súper hombre, al contrario, él personifica algo del orden de la imposibilidad, la mueca obscena de esa pretensión.
El escucha con un dejo de desacuerdo, no te creas, responde, puedes verlo como una metáfora profunda, algo que tiene que ver con acervos, herencias culturales, civilizaciones que aún en situaciones críticas, serán el modelo a seguir; estos países, en cambio, son jóvenes, pero nacen con el sello de la decrepitud y la caducidad, es una tensión fuerte e insalvable que obliga a los otros a la supremacía, es irremediable. Sigue hablando, con convicción, pero sin énfasis.
Entre tanto, yo advierto cómo, poco a poco, han ido desapareciendo uno a uno los 30 crostinis mixtos; ante ese espectáculo abyecto, intento dignificar el momento y le pido de nuevo la carta a la mesera, le explico sonriendo, que tengo amigos que se comen los bosques y los crostinis con voracidad.
-Ay, pobre víctima, dice acariciándome el hombro y esta vez le sale una risa de caballo encabritado.
Miro las migajas en la tabla y los dos pedazos de pan que ha dejado en orfandad, previamente mordisqueados, entonces, presa de indignación detengo en seco a la mesera, y le ordeno: ¡olvídelo, ya no quiero nada!
Mi amigo, tecnólogo maderero, mira el reloj y comenta para sí: mañana tengo una salida temprano a Solaguna, afortunadamente de aquí todavía se puede sacar algo, ¿sabes? siempre se pueden hacer negocios y llevarte, de vez en cuando, alguna buena tajada.
Supongo que muy en el fondo se siente un triunfador, especialmente por haber devorado los crostinis mixtos, pero intenta encubrir su acto antisocial como quien intenta disimular, batiendo las manos, que se ha tirado un pedo nauseabundo en la mesa. Tal vez por eso, a la salida del Barlovento, rumbo al estacionamiento, murmura algo que no entiendo, se da cuenta que no me importa, entonces se acerca y me dice, cerca al oído: ¿viste la mujer que estaba en la mesa de la salida? Y antes de que pudiese contestar algo, apunta: ¡es la mujer de Samaniego Botero, con otro!, ¿viste que se operó la nariz? ¡Quedó horrible, horrible! te lo digo, todo en este mundo está horrible, todo conspira para hacerlo invivible.
Repentinamente sentí que algo de la noche me había enlodado y que mi obligación urgente era andar.
[1] Dra. Eliana Cárdenas Méndez, profesora-investigadora, Universidad Autónoma del Estado de Quintana Roo. México. elianacardenasmendez@gmail.com